
Me narraba mi madre, con su voz llena de serranía, que cuando ella nació en 1918, su pueblo, Cócorit, al igual que otros lugares de Sonora y de México, se vio sacudido terriblemente por la influenza española.
Milagrosamente –decía-, sus padres Nacho Habas y Josefina Armenta, salieron librados de esa enfermedad que atacaba el sistema respiratorio. Ella, era la primera hija de la joven pareja. Mi abuelo contaba con 18 años de edad.
Esa experiencia de la influenza, vivida en el poblado de raíces yoremes de Cócorit, se convirtió en parte de sus leyendas. Las que eran y son contadas por los pobladores de generación en generación, sin permitir –hasta la fecha-, que fueran y sean olvidadas, porque se desgranaban de la voz de los ancianos recorriendo las húmedas calles de la comunidad. Metiéndose en sus huertos con olor a guayaba y en los presagios misteriosos del chillido de las lechuzas cruzando el cielo nocturno, rumbo al Bacatete… Así se convierten ahora en historia oral en Ciudad Obregón, en Cajeme, en México, en el mundo, los terribles y angustiantes meses de la pandemia del coronavirus de hace cuatro años, y sus golpes de sombras y dolor son recordados por las familias que transmiten a sus niños la memoria del terrible latigazo de la muerte que se llevó a muchos familiares, amigos, seres que zozobraron en el mar de las tinieblas…
Bernardo Elenes Habas
Temblaba el silencio
en calles del tiempo.
Pisaban los seres
las sombras del miedo.
Abrían los abismos
sus filos cortantesagfosto10 21(11
entre los pasillos
de los hospitales.
El aire era tenso
con olor a muerte.
Pasaban las horas,
pasaban los días
y el oleaje incierto
de un mar en tinieblas
naufragaba camas,
zozobraba vidas,
sin que nadie ¡nadie!
pudiera calmar
la fiera tormenta.
Temblaba el silencio
en calles del tiempo.
Pisaban los seres
las sombras del miedo.
El viento segaba
la flor de la vida…
Era la pandemia,
era la pandemia…
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