
Cuando hablamos del Sol, lo hacemos con tanta naturalidad que pocas veces nos detenemos a pensar de dónde viene su nombre. La estrella que nos da vida, la que marca los días y las estaciones, tiene detrás una historia lingüística tan antigua como la humanidad misma.
El término “Sol” proviene del latín Sol, nombre con el que los romanos designaban a la deidad solar, asociada al dios Sol Invictus, venerado como símbolo de poder, fertilidad y eternidad. Pero el origen es todavía más profundo: en la raíz indoeuropea sawel- o sóh₂wl̥ encontramos la base común que dio lugar a palabras semejantes en múltiples lenguas, como Sun en inglés, Sonne en alemán o Sól en islandés.
En las antiguas culturas, nombrar al astro rey no era un acto casual. Para los romanos, “Sol” no solo era luz, era también fuerza, divinidad y tiempo. Los griegos lo conocían como Helios, de donde hoy surgen palabras como heliocéntrico. Con el paso de los siglos, la herencia latina quedó marcada en el español, y así el término sobrevivió hasta nuestros días.
Lo sorprendente es que, pese a las diferentes lenguas y culturas, el nombre del Sol en casi todos los idiomas conserva un sonido parecido, como si desde la antigüedad existiera un reconocimiento universal a la importancia de la estrella que sostiene nuestra vida.
En otras palabras: al Sol se le llama Sol porque lo fue desde hace miles de años, y su nombre no es solo una etiqueta, sino un reflejo de la conexión ancestral entre el lenguaje, la religión y la astronomía.
