Hace más de 70 años, las calles desnudas y frías de la ciudad, resentían el trajinar de los niños que respiraban la cercanía de Nochebuena, umbral de Navidad, en un ambiente aún rural que distinguía el alma de las familias.
Bernardo Elenes Habas
En los barrios primigenios de Ciudad Obregón, las tardes de diciembre al caer el sol, regalando bellos crepúsculos, se llenaban de regocijo.
Hace más de 70 años, las calles desnudas y frías de la cabecera municipal, resentían el trajinar de los niños que respiraban y vivían el ambiente de Nochebuena, y contemplaban absortos las bandadas de aves cruzando el cielo plomizo, ganándole la carrera a las sombras, para refugiarse en sus nidos.
Trémulas luces de lámparas de petróleo y cachimbas, comenzaban a encenderse en los chinames. Las madres convocaban a gritos a sus hijos, porque el sol se hundía en el poniente, dejando en el alma perpleja de los infantes un sentimiento inexplicable de orfandad, de pequeñez infinita…
En el cielo, asomaban tímidas las estrellas con su brillo lejano, alcanzando intensidad al paso de las horas, hasta conformar el espectáculo más grandioso de la Creación.
Así era el ambiente que se vivía con la llegada de Nochebuena, umbral de Navidad, en un pueblo con esencia campesina que apenas se convertía en ciudad, donde los ruidos nocturnos de insectos y aves formaban parte del misterio rural que tenía el poblado.
Brotaba el aroma a tamales, cabeza, menudo, champurrado, café, desde las hornillas, donde la leña de mezquite daba calor amoroso a las familias.
Los niños soñaban con tierna inocencia que si se dormían temprano, pasarían pronto las horas, y llegaría el momento
deseado en que les “amanecería” juguetes, ropa, golosinas.
Y es que, sencillamente, cada casita de horcones, con paredes de carrizo enjarradas de barro y techo de tierra, era un humilde pesebre, en el que se repetía el milagro del nacimiento del Niño Dios, ante los ojos asombrados de hombres y mujeres, de jóvenes y niños, quienes escuchaban los cuentos y leyendas desgranándose de la voz de los padres, de los tíos, de los abuelos, sembrando para siempre en la memoria y en el alma, con palabras limpias y suaves, el horizonte mágico de generaciones ingenuas, olorosas a tierra, sol, quelites, vinoramas.
Las madres mostraban, emocionadas, las constelaciones, mismas que conocían desde su niñez en las noches de Cócorit, Providencia, Campos del Valle del Yaqui, lugares donde brotaron sus vidas y aprendieron la sabiduría de las aves, los árboles, los animalitos silvestres, y por supuesto de sus padres, antes de venirse a residir a la naciente Ciudad Obregón, que se conocía como Cajeme.
Los juguetes estarían, al amanecer Navidad, en las cabeceras de las tarimas (camas de madera con tiras tejidas de cuero crudo), que, ciertamente, llenaban de regocijo las almas cándidas de quienes tenían el corazón radiante de asombro.
Pero, el mejor regalo para la eternidad, lo prendían los padres con sus narraciones como una gran medalla en el pecho y en el alma de los niños, para que jamás olvidaran sus orígenes.
Era la metáfora sublime que esa generación de cajemenses llevaría por siempre en sus alforjas para cantarle a la vida, al amor, a la justicia, sin esperar nunca, algo a cambio.
Por eso, quienes fueron niños ayer, aman la Nochebuena en su verdadero simbolismo. Por eso sueñan en que las generaciones de ahora reciban, de sus padres, una estrella de regalo y la siembren en sus mentes tiernas, en la parcela labrantía de sus conciencias, en los ríos sublimes de su sangre, en los caminos luminosos de la gratitud…
Mañana será Navidad, hará frío y tendremos oportunidad de recordar con humildad nuestras raíces, de reconocer que somos polvo de estrellas…
Le saludo y le abrazo.
