
Imagínate salir de casa con un antojo irresistible de pollo asado, llegar al lugar de siempre y que te digan: “Solo vendo 100 diarios y no más”. Te vas con las manos vacías, pero con una chispa en la cabeza. Eso le pasó a Pancho Ochoa, un hombre común que, sin saberlo, estaba a punto de transformar un rechazo en una oportunidad dorada.
La historia comenzó hace décadas en Guasave, Sinaloa, México, según los relatos que circulan sobre el origen de El Pollo Loco. Pancho, frustrado tras dos intentos fallidos de comprar su pollo, decidió tomar el sartén por el mango —o mejor dicho, la parrilla por las brasas—. “Me fui sin mi pollo asado, pero con una idea en la cabeza”, cuenta. Al llegar a casa, le soltó la bomba a su esposa: “Viejita, cierra la zapatería. Vamos a vender pollos”. Ella, con una mezcla de escepticismo y apoyo, respondió: “Bueno, a ver si funciona”. Ninguno sabía de pollos ni de restaurantes, pero tenían algo más valioso: ganas de trabajar.
Con una parrilla improvisada y apenas 25 pollos, arrancaron el negocio en 1975. Lo que parecía un experimento arriesgado se convirtió en un éxito inesperado. La receta —una mezcla secreta de cítricos, especias y el toque perfecto de fuego— conquistó paladares desde el primer día. La gente llegaba temprano, formando filas antes de que abrieran. En poco tiempo, esos 25 pollos diarios se convirtieron en más de 100, superando al vendedor que alguna vez le negó el antojo a Pancho.
Hoy, El Pollo Loco es una marca reconocida que cruza fronteras, con cientos de locales en México y Estados Unidos. Todo empezó con un hombre que no aceptó un “no” como respuesta y una esposa que confió en el sueño. “Las oportunidades son calvas… no tienen pelo. Si no las agarras con todo, se te escapan”, reflexiona Pancho. Y vaya que él la agarró fuerte.
De un antojo frustrado nació un imperio. Así se cocina la historia de El Pollo Loco: con hambre, ingenio y mucho fuego.
