“¡La Constitución ha muerto!”.-

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Bernardo Elenes Habas

“¡La Constitución ha muerto!”.- Texto de las cartulinas que rubricaban los moños negros colocados en las entradas de empresas de Ciudad Obregón, en noviembre y diciembre de 1976, luego de la expropiación de más de 37 mil hectáreas agrícolas en el Valle del Yaqui.- “¡Como bandidos, bajo las sombras de la noche, llegaron los de la Reforma Agraria…!”, grita, en su libro “Los depredadores”, Jaime Vargas Martínez. 

Bernardo Elenes Habas

Como mal presagio, durante los actuales días, son notorias las aglomeraciones de campesinos frente a la sede del Tribunal Unitario Agrario, en calle 5 de Febrero, entre Hidalgo y Guerrero de Ciudad Obregón.

Es que, a estas alturas de la división que se vive en México, cualquier señal causa inquietud y desconfianza en los sectores productivos del Valle. Nadie ignora los vientos inestables que corrieron hace 45 años, cuando el gobierno de la República presidido por Luis Echeverría, ejecutó el reparto de 37 mil hectáreas agrícolas y 61 mil de agostadero en el Valle del Yaqui. “Como bandidos, bajo las sombras de la noche, llegaron los de la Reforma Agraria a ejecutar las disposiciones del Mesías”, grita, en su libro “Los depredadores”, Jaime Vargas Martínez.

La noche del 19 de noviembre de 1976, arribaron en vuelos oficiales al aeropuerto de Ciudad Obregón, brigadas de funcionarios y técnicos de la Secretaría de la Reforma Agraria.

Se trasladaron inmediatamente a diferentes puntos del Valle del Yaqui, con el propósito de dar cumplimiento al decreto de afectación de 37 mil 450 hectáreas de terrenos agrícolas y 61 mil 771 de agostadero, emitido por el entonces presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez.

“Como bandidos, bajo las sombras de la noche, llegaron los de la Reforma Agraria a ejecutar las disposiciones del Mesías”, escribiría, 27 años después, Jaime Vargas Martínez, uno de los productores afectados, en su libro “Los depredadores, Testimonio de la expropiación agraria en el Valle del Yaqui en 1975-76”.

La raíz de este dramático movimiento político-social, del que fuera artífice Echeverría Álvarez, había brotado el jueves 23 de octubre de 1975, cuando niveles de gobierno estatal y federal ejecutaban una orden para desalojar la invasión al predio agrícola 717, en San Ignacio Río Muerto.

Al mando de la Judicial del Estado el teniente coronel Francisco Arellano Noblecía; policías preventivos de Guaymas y Ciudad Obregón, acordonando el predio, mientras que elementos del Ejército, cerraban la salida por la calle 15.

El teniente coronel Arellano Noblecía exigió la presencia de los líderes del movimiento campesino, Juan de Dios Terán, Rosa Amelia Amaya y Heriberto García Leyva, a quienes entregó la orden de desalojo dictada por un juez de Guaymas.

Se negaron, los dirigentes, a acatar el ordenamiento judicial, y Juan de Dios Terán manifestó su extrañeza:

-¿Qué pasa –dijo-, primero me mandan invadir, y ahora quieren que desalojemos? Pero está bien, no le hagan nada a mi gente y nos salimos.

El silencio se volvió tenso. Fueron momentos decisivos, de vida y muerte. De marcar para la historia el devenir de las luchas sociales. Reconocer si éstas tenían peso y valor, pese a los movimientos tácticos de políticos encumbrados, a quienes no les importa sacrificar vidas a través de encrucijadas perversas, con tal de seguir detentando el poder que les obsesiona y les crea un síndrome enfermizo.

Y se escuchó el primer disparo y el grito de ¡a las batangas! ¡A sus puestos!, surgido del arrojo de García Leyva, como se expresa en muchos testimonios.

Vomitan plomo las armas. Mueren siete campesinos, quince quedan heridos. Era gobernador de Sonora, Carlos Armando Biébrich Torres.

Todavía a principios de octubre, el gobernador Biébrich Torres, movía sus capacidades y su genio político dentro del PRI, pues apenas habían transcurrido dos años de su mandato al frente de Sonora, 1973, 1975. Buscaba fortalecer su buena estrella, porque aspiraba, en el devenir de tiempos y circunstancias ser, algún día, candidato a la presidencia de la República.

Esa primer semana de octubre, había acudido a la Ciudad de México a felicitar a José López Portillo por su nominación como precandidato del PRI a conducir los destinos del país, a pesar de sus simpatías manifestadas en los prolegómenos del proceso interno de su partido por Mario Moya Palencia, teniendo en su contra también, la alianza que se le endilgaba “con los intereses más reaccionario de Sonora”.

Estos y otros supuestos errores del entonces joven político, fueron suficientes para que su padrino –Luis Echeverría-, lo arrojara de su paraíso de dominio e intereses. 

Situación que se agudizó con la matanza de Río Muerto, triangulación táctica –aseguran-, de uno de los autores de otra matanza, la del 2 de octubre en Tlatelolco, para darle una lección y mover las piezas de ajedrez del poder, sin importar sacrificios humanos, obligando a Biébrich, el 25 de octubre de 1975, ante sesión extraordinaria del Congreso del Estado a presentar su renuncia. Sería relevado por otro sonorense: Alejandro Carrillo Marcor. 

La memoria colectiva en el sur de Sonora, es exacta. Y define que hace 45 años flotaba en el ambiente de Cajeme, del Valle, una mezcla de incertidumbre política, social, humana.

En Ciudad Obregón despachaban, desde hacía varios meses, los integrantes del llamado Pacto de Ocampo, Celestino Salcedo Monteón, CNC; Alfonso Garzón Santibáñez, CCI; Juan Rodríguez, UGOCM; Humberto Serrano, CAM; asimismo el secretario de la Reforma Agraria, Félix Barra García, preparando, desde entonces, el reparto agrario del 19 de noviembre de 1976, que sacudió conciencias y sentido de pertenencia por parte de los agricultores, quienes, de la noche a la mañana se vieron desprotegidos por el Gobierno que alentaban desde las filas de su partido, el PRI.

Pero también, hubo júbilo entre eternos solicitantes de tierras, y aunque muchos beneficiarios llegaron provenientes de otras entidades y la propiedad ejidal se pulverizaba a 5 hectáreas, éstos sostenían que se abrían, por fin, nuevos caminos de justicia social.

Se repartieron 37,131 hectáreas de riego, 61,655 de agostadero, que beneficiaron a 8, 944 solicitantes agrupados en 156 núcleos ejidales.

Y, al paso de los años, en muchos casos se demostró que fue un reparto incompleto, sin una fundamentación estructural de apoyos continuados capaces de alentar la transformación ideológica y productiva de la realidad imperante en el Valle del Yaqui, lo que provocó el debilitamiento de la propiedad comunal, a la que vino a darle el tiro de gracia el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), quien propició, con las reformas al artículo 27 constitucional, fin al reparto agrario, convirtiendo al ejido en propiedad privada, con alternativas de que sus extensiones fueran enajenadas, rebasando la tradicional tenencia colectiva.

No obstante, con la llegada del Gobierno de la Cuarta Transformación, vuelven las inquietudes en el campo del país, por las tierras y por el agua. Y en el ambiente del Valle del Yaqui, flota, hoy, como hace 45 años, el recuerdo de la caída de Biébrich, el paro de tractores, la campaña de moños negros a la entrada de comercios y empresas, con la leyenda “¡La Constitución ha muerto!”.

Le saludo, lector.

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