Cajeme merece un museo que rescate su identidad.-

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Bernardo Elenes Habas

Cajeme merece un museo que rescate su identidad.- Existen espacios, como el lugar que ocupó la vieja escuela Fernando F. Dworak, donde podría sembrarse la semilla de la historia de esta comunidad asombrosa.

Bernardo Elenes Habas

Lo relaté en una de mis crónicas:

Eran las 8:30 de la mañana del lunes 23 de julio de 2018. La pesada máquina demoledora color amarillo, había descendido ya de la plataforma rodante que la situó a la entrada del patio de la escuela primaria Fernando F. Dworak, por las calles Coahuila y Zaragoza, de Ciudad Obregón.

Avanzó lentamente con su brazo articulado en todo lo alto, amenazante, acercándose al edificio escolar, nacido en 1944.

Luego, descargó, con furia, el primer golpe sobre la terraza al poniente del plantel, sacudiendo las raíces históricas de la ciudad, comenzando a caer la estructura de una legendaria escuela que era parte del paisaje urbano, con sus 74 años de vida.

Entre el polvo y el estruendo, alguien de los testigos del proceso de demolición, recordó a antiguos maestros que fueron parte de la trayectoria, ahora rota, de la Fernando F. Dworak, como Enrique L. Peña, Socorro Arce, Paulita Nakato, Aurora Búsani, Filiberta Corral, Abraham Montijo Monge, Mario Larrañaga, Ramón Balmaceda…

Yo estuve ahí, como testigo de la forma en que se borraba parte del rostro histórico de la ciudad. Edificio que se hacía imprescindible derrumbar (justificaba el Gobierno del Estado), por los daños estructurales que sufrió, junto con –curiosamente- otras escuelas que también fueron demolidas, debido a los sismos del 19 de enero y 29 de marzo de 2018, que sacudieron levemente el pecho del Valle del Yaqui…

Pasaron ya tres años, y el alma de la vieja escuela Dworak no fue rescatada de entre los escombros. El amplio llano en que se convirtió su espacio solariego, luce abandonado. Dejó, pues, de existir definitivamente.

Transitar por las calles Coahuila, Zaragoza, Durango, impactan la vista. Golpea el recuerdo la soledad del terreno, donde pervive una antigua cancha de basquetbol. Este espacio, en sus orígenes, fue un baldío que utilizaban los jóvenes de antaño para practicar béisbol los domingos. Sólo que ahora luce con cerco y nadie entra a remover las huellas de miles de niños que ahí se sembraron.

¿Qué destino le depara a esa área propiedad estatal, la que mantiene una magnífica ubicación? ¿Acaso podría convertirse en objetivo ambicioso de inversionistas detentadores de franquicias, quienes tal vez la adquieran, de ponerse en venta, para levantar la frialdad de algún centro comercial?

La raíz educativa y formadora de muchas generaciones de cajemenses que brotó de la Escuela Dworak, no merece desviarse y morir arrasada por una modernidad metálica y ambiciosa, donde sólo se contempla el tanto tienes tanto vales. Se vuelve necesario soñar con vehemencia, en que ese enclave de la ciudad podría sumarse como alternativa a la de otros sitios (edificio del Hotel Tecate, callejón Sufragio Efectivo), para dignificar la memoria histórica de la ciudad con la construcción de un necesario Centro Cultural donde la piedra de toque la constituyera un Museo.

Cajeme, el Valle del Yaqui, se han caracterizado por su pujanza. Tienen vida propia las circunstancias asombrosas sobre la forma como se forjó aquí, una generación productiva valiosa. Pero también tienen vigencia y luz propia, las consistentes luchas sociales contra la forma y el fondo en que el poder económico sumaba, impasible, el poder político.

Pero, no es esa toda la raíz de la comunidad. Subsisten ignoradas las manos anónimas, las inteligencias bienhechoras, la visión sin egoísmos de gente que supo desbrozar caminos, desmontar parcelas, sembrar en el surco no únicamente la semilla nutricia, sino su vida misma. Hombres y mujeres de corazón generoso que merecen también un monumento colectivo que los represente y donde su memoria que no ha sido recogida por los historiadores, encuentre un lugar para demostrar que también fueron parte del florecimiento de la ciudad, del Valle, de Cajeme, aunque no se hayan enriquecido y solamente se llevaron, cuando se apagó la luz de sus lámparas, cuando sus vidas se extinguieron, la historia de su pueblo escrita en sus rostros curtidos por las resolanas de agosto y los cortantes fríos de diciembre, y en sus manos morenas y espléndidas, las huellas del trabajo.

Ojalá y no se tenga previsto, de último momento, poner en subasta el terreno de lo que fue la Escuela Dworak, con la pretensión de erigir en él un deslumbrante edificio, dispuesto a la travesía del mercantilismo que marca la ruta de los tiempos.

Es preciso que el sentido pragmático que domina a los políticos, a los que serán nuevos gobernantes luego de las elecciones del 6 de junio, no los mantenga como rehenes y comprendan que la esencia del progreso también se llama cultura; también se define como memoria de un pueblo, y se percibe como la heredad que debe abrirse para las generaciones actuales y venideras, de tal manera que se constituya en una carta de identidad capaz de mostrarles de dónde vienen, dónde están, y cuál es el rostro histórico -su raigambre-, con el que enfrentarán el futuro…

Le saludo, lector.

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