Influenza española en Cócorit.-

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Influenza española en Cócorit.- En 1918 esa epidemia atacó a México y cuentan los viejos pobladores de la hoy Comisaría de Cócorit, que causó serios estragos entre las familias, como sucedió también en San Pedro de la Cueva, Batuc, Tepupa y Suaqui, entre otros lugares de Sonora.- Lo que sería Cajeme, apenas comenzaba a perfilarse en torno a la Estación de Bandera, para convertirse en Congregación en 1923.

Bernardo Elenes Habas

Publiqué la presente crónica el 30 de marzo de 2020, cuando la pandemia del coronavirus crecía terriblemente en Cajeme, tal como sucede ahora. Hoy se la ofrezco nuevamente, con el llamado sincero a cuidarnos y proteger a nuestras familias. He aquí el texto:

Me narraba mi madre María Habas Armenta, con su voz llena de serranía, que cuando ella nació en 1918, su pueblo, Cócorit, al igual que otros lugares de Sonora y de México, se vio sacudido terriblemente por la influenza española.

Milagrosamente –decía-, sus padres Nacho Habas y Josefina Armenta, salieron librados de esa enfermedad que atacaba el sistema respiratorio. Ella, era la primogénita de la joven pareja. Mi abuelo contaba con 18 años de edad, al nacer María.

Esa experiencia de la influenza, vivida en el poblado de raíces yoremes de Cócorit, se convirtió en parte de sus leyendas. Las que eran y son contadas por los pobladores de generación en generación, sin permitir –hasta la fecha-, que fueran olvidadas, porque se desgranaban de la voz de los ancianos para recorrer, como consejas, las húmedas calles de la comunidad. Metiéndose en sus huertos con olor a guayaba y en los presagios misteriosos del chillido de las lechuzas, cruzando en su vuelo el cielo nocturno, rumbo al Bacatete…

Cajeme apenas comenzaba a conformarse con algunas casitas, una tienda de arneses y un embarcadero de ganado, en el área de la Estación de Bandera del ferrocarril, que luego sería, en 1923 Congregación, enseguida Comisaría en 1925, y finalmente Municipio en 1927.

Y, efectivamente, las crónicas nacionales y los rescates de investigadores permiten conocer ahora que la epidemia se presentó en México a partir de octubre de 1918, extendiendo su manto dramático de contagios, primero en las poblaciones de la región norte.

Las vías de contaminación –señala la información de aquellos tiempos- fueron el ferrocarril y sus Estaciones, asimismo los barcos, considerándose que algunos de los contagiados llegaron por mar al puerto de Veracruz, desde España.

La Influenza pronto abrió sus efectos infecciosos en Nuevo León, Tamaulipas, Coahuila y Laredo, Texas.

Sin embargo, Charles C. Cumberland, al abordar en sus crónicas la época del constitucionalismo en México, define que la influenza española tuvo como su núcleo de origen “un fuerte de Kansas, que estragó al mundo a partir de marzo de 1918”.

Existe un testimonio de un cronista de San Pedro de la Cueva en Sonora, Enrique Duarte, cuyo relato sobre el comienzo de la epidemia en su poblado (rescatado por la historiadora María del Pilar Iracheta), donde señala que el punto de inicio de la epidemia fue en un niño de nombre Pastor Romero, siguiendo en el proceso de contagio infeccioso la madre del menor, un hermano y la hermana del cronista.

“Morían casi inmediatamente después de contraer la enfermedad –escribió-. Sentían sueño, debilidad y caían para no levantarse”.

Síntomas semejantes a las que comentaba mi madre sobre los sucesos en Cócorit, y que convirtieron los viejos pobladores, en tradición oral durante reuniones en noches de fogatas y café, en las que participaban sus padres, su tía Trinidad Velázquez, media hermana de mi abuela.

Los remedios que recibían los enfermos, eran caseros: infusiones de borraja y canela, y como alimento atole blanco (elaborado con masa de maíz).

Quienes se infectaban con la influenza, mal que se convertía en bronquitis y neumonías, raramente se salvaban. Debe de existir por ahí, en los añejos archivos de Cócorit, antecedentes de esta epidemia.

Incluso, hasta la época actual, aún circulan anécdotas que los viejos pobladores recuerdan, y que involucraban a los enfermos, sus familias, incluyendo a miembros de la tribu Yaqui.

Dicen los antiguos relatos orales, que en esos tiempos de hace más de cien años, los “carretones de la muerte” tirados por mulas, transportaban los cadáveres, cuyos operadores temblaban de temor ante posibles contagios, al subir a los muertos y conducirlos a las fosas comunes, porque no se detenían en el proceso de sepultarlos individualmente –señala la relatoría pueblerina-.

Contaba mi tío Chalo Velázquez, medio hermano de mi abuela Fina, que al arrojar los cadáveres a las fosas, alguna vez se escuchó la voz quejumbrosa de uno de los enfermos a quien se creía muerto –un yoreme-, pidiendo “tole maala” (atole madre), y como respuesta recibió de parte de los sepultureros, también yaquis, un: “Que atole ni que nada, cierra el ojo, ay va el tierra”.

Le saludo, lector.

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