El experto creía que, si balanceaba un cuerpo fallecido, podría reactivar los sistemas tras aplicarle sangre, oxígeno y anticoagulantes
Todo aficionado a Dragon Ball ha soñado, en algún momento de su vida, en reunir las siete bolas de dragón para pedir un deseo. En la serie, una de las peticiones más repetidas era la de resucitar a alguno de sus amigos fallecidos en combate. Una situación que, en la realidad, dista mucho de poder materializarse. Todo, pese a los intentos de la ciencia por hacer posible la resurrección.
Hace casi un siglo, un precoz científico trató de desarrollar un sistema con el que resucitar a personas fallecidas. Robert E. Cornish (21 de diciembre de 1903, San Francisco), fue un niño prodigio que se decantó por la biología. Desde muy joven se interesó, especialmente, por lo que sigue siendo una quimera: la resurrección. A los 15 años terminó sus estudios preparatorios y a los 18 se graduó con honores en la carrera de Biología en la Universidad de Berkeley. Cuatro años más tarde, ya contaba con un doctorado.
Así fue como, en 1931, decide iniciar uno de sus experimentos más intrigantes y complicados: resucitar a los muertos. Y todo ello con una creencia de lo más insólita. Cornish pensaba que, si balanceaba un cuerpo muerto de arriba a abajo en varias ocasiones (como en un columpio), y le aplicaba sangre, anticoagulantes y oxígeno, podría reactivar los sistemas del mismo.
De este modo, colocaba el cadáver de una persona fallecida, sin lesiones físicas, en una especie de plano inclinado que posteriormente hacía girar. Los primeros experimentos los realizó con tres perros, a los que inyectaba éter antes de balancearlos. Con ello, morían clínicamente, según Britannica, y el científico podía poner en marcha su teoría. Estas primeras pruebas, no obstante, no tuvieron resultado.
Pero la sorpresa llegó con los dos últimos, que revivieron y estuvieron vivos durante unos meses. Eso sí, lo hicieron con importantes daños cerebrales, alteraciones nerviosas y ceguera. La noticia, entonces, dio la vuelta al mundo. “Robert E. Cornish, biólogo californiano que sorprendió a la comunidad científica al revivir a un perro clínicamente muerto, recientemente repitió el éxito de su experimento original con resultados aún más prometedores”, resumía The New York Times en 1935.
El paso a los humanos
Entonces, pensó, era el momento de dar un paso más: probar su teoría en humanos. Para ello, no fue necesario andar tras la búsqueda de candidatos, pues uno se presentó ante él: se trataba de Thomas H. McMonigle, un preso condenado por homicidio de menores y que fue castigado con la pena de muerte.
Sin embargo, las autoridades de California se negaron categóricamente, puesto que, de sobrevivir, tendría que ser liberado tras cumplir con su condena. Así, el 20 de febrero de 1948 fue ejecutado en la cámara de gas de San Quintín. Finalmente, y tras una fuerte presión mediática, Cornish abandonó su proyecto, y en 1963 fallecía por causas naturales.
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