Rogelio Arenas, cronista singular.-

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Rogelio Arenas, cronista singular.- Autor del libro Cajeme de mis Recuerdos.- La primera edición nació durante la administración de Raúl Ayala Candelas (1994-1997).- Se cumplieron once años de la muerte del historiador.- Tienen olor a leña de mezquite, humeando en hornilla de barro, los textos de Rogelio…

Bernardo Elenes Habas

Tiene olor a leña de mezquite, humeando en hornilla de barro, el libro Cajeme de mis Recuerdos, de Rogelio Arenas Castro.

Rogelio murió un 5 de marzo de 2011, hace once años, y se llevó a Cajeme, sus barrios y personajes fundadores, tatuados en el alma… 

Provenía de una familia campesina, cuando el Valle del Yaqui pertenecía a los extranjeros, y los grandes latifundios se extendían con sus arrozales, sus milpas prodigiosas, cuyos granos nutricios se importaban a otros países y enriquecían a muy pocas manos en la región, como sigue sucediendo actualmente…

Era acucioso y de memoria clara. Escribió un libro –Cajeme de mis Recuerdos, publicado en 1996 durante la administración de Raúl Ayala Candelas, edición coordinada por el periodista Sergio Ibarra Torres, que tuve el honor de prologar-, en el que, desde su visión de pueblo, deja testimonio de una admirable comunidad que tuvo su raíz en los asentamientos del Valle, en los pueblos de la sierra, en la presencia de migrantes que sembraron con legitimidad su sangre para siempre en la tierra pródiga, a la que un día le cantó Bartolomé Delgado de León, periodista y poeta, con amor emocionado y le dijo: “Te quiero, Valle del Yaqui,/ por mío: porque tu nombre/ se dice con voz de hombre/ ¡y porque vistes de “kaki”!/ ¡Porque lloras con los yaquis/ que en tus entrañas, de hinojos,/ plantaron claveles rojos/ de su sangre sin añil!/ ¡Te quiero, porque en Abril/ lloras trigo por los ojos!”.

Yo escribí acerca del libro de Rogelio hace 26 años lo siguiente. Y lo reafirmó ahora:

Cuando Rogelio Arenas Castro recuerda los inicios de Cajeme, le crece la nostalgia como un río. Reconstruye en su memoria confiable, la raíz más elemental de un poblado prodigioso. Su esperma y óvulo. Los trazos apenas dibujados de sus calles, que se le amontonan en las manos y se vuelven geografía de la vida y del sentimiento en su corazón campesino.

Aquí está un nuevo libro –Cajeme de mis Recuerdos– que habla de los ayeres de esta población.

Tiene la virtud del esfuerzo. Porque en cada una de sus letras, de sus líneas definitivas, de sus páginas con vocación de alas, están el sudor, la imaginación, las voces, el sufrimiento, las tragedias, el encanto, la ingenuidad, las lluvias, la claridad, la oscuridad, y los crepúsculos del Cajeme de hace más de 60 años. Poblado que fue vivido desde el fondo del silencio, a la luz de cachimbas y lámparas de petróleo, por sus antiguos habitantes, quienes se persignaban al escuchar el aullido del coyote, o los agudos gritos de mal agüero de la lechuza y el santiaguillo, pero no dejaban de aportar su trabajo, construyendo los cimientos de lo que ahora es moderna ciudad.

Arenas Castro tiene una pasión. Le nació desde niño, cuando se llenó los ojos y el alma con la aventura de vivir en un valle de milagrería, donde los contrastes más radicales se fundamentaban en la propiedad de la tierra. Las grandes extensiones sembradías eran de extranjeros, y los habitantes naturales de la región, apenas aspiraban a ser peones.

Así sus mayores (padres y abuelos) y él, en buena parte, fueron testigos del nacimiento de su comunidad, de la primera semilla humana que cayó en el surco adyacente a las paralelas del ferrocarril, del desenvolvimiento rápido para convertirse en 1923 en Congregación. Luego, en 1925, Comisaría, con apenas 450 habitantes.

Los cerros –contaba Arenas Castro en rueda de amigos, cuando la palabra se le volvía tierra, sahuaro y viento- se veían con asombrosa coloración azul, al oriente. Asimismo, las viejas y negras máquinas del ferrocarril, que dejaban su caligrafía oscura de humo y el prolongado llanto de su silbato, contra el espléndido pizarrón de la mañana.

Efectivamente, Cajeme apenas despertaba. Dos años después -30 de noviembre de 1927-, se convertía en Municipio, ante el influjo de la Ley Número 16, promulgada por el entonces gobernador Fausto Topete, respondiendo a las vertebraciones políticas de la gente influyente de esos tiempos, como el caudillo Álvaro Obregón Salido, por ejemplo.

Y la ciudad que apenas asomaba su flor, cuidada y protegida por su gente de trabajo, que ciertamente provenía de otros puntos del país como Sinaloa, pero también de la misma sierra sonorense y del Valle, y cuyo nombre inicial tenía el sabor de monte y guerrilla del jefe yoreme José María Leyva Cajeme, fue rebautizada al año siguiente -1928- como Ciudad Obregón, porque el general revolucionario fue muerto a manos de un fanático católico, luego de haber obtenido, por segunda ocasión, la presidencia de la República, que no logró ejercer.

Cierto, pues: tiene olor a leña de mezquite humeando en hornilla de barro, el libro de Arenas Castro. Sabor a café caliente, colado por la talega oscura, cargada de “basegüis”; a tortillas “sarukis”, esperando en el guari ser tomadas por las manos ásperas y nobles de los labriegos provenientes de la labor, saturados de sueños y horizontes, porque habían visto caer el sol en la alcancía de la tarde…

En sus páginas habla de las cosas cotidianas, las que vivieron hombres y mujeres. Campesinos y obreros. Niños y jóvenes. Describe con firmeza plástica, las casas de aquellos años. Las calles y los remolinos. La vieja zona de tolerancia y sus “salones”. Y hasta hace sonar la música y las canciones de tiempos idos, para dar esencia a hombres y mujeres que derramaban el amor fortuito por las callejuelas del lugar.

Pasa lista de presente el escritor, de hechos que refrescan la memoria de miles de cajemenses. Quienes se vuelven a meter en el tejido del pasado, dejándose llevar por el viento que baja del Bakatete, o por la brisa empujada por el oleaje marino de la isla Huivulai, y que en el Valle del Yaqui se vuelve presagio de invierno, o en antesala del infierno con veranos de lumbre, con polvaredas insoportables, con mosquitos agresivos, o lluvias torrenciales que convertían las calles en verdaderos arroyos, donde se humedecía la risa y la alegría de los niños.

Deja caer Arenas Castro, su puñado de palabras como espigas de trigo. Y crecen en la tierra paridora de la calle Saperoa, Cuchus, Tésamo. Del Mercado Municipal, del Plano Oriente, Los Cartelones, las figuras del ayer, el grito y tropel de los barriqueros, los rebiates lejanos, los sueños ejidatarios, el rugir de tractores, hasta que la noche revienta en manto oscuro y emerge, tímidamente, por los claros de las puertas de los chinames, la leve luz de las cachimbas, y las sombras se alargan junto a la esperanza ingenua y sencilla de gente que anhelaba seguir siendo, por siempre, una misma familia.

En el Cajeme de mis Recuerdos – libro escrito por un hombre del pueblo, con la intención de que éste lo sienta suyo-, está implícito el homenaje que la comunidad toda le debe a los fundadores más legítimos del Municipio. A las manos anónimas y corazones generosos. A quienes, sin esperar jamás bronces, discursos, placas conmemorativas y sin poseer apellidos ilustres, sino apenas nombres de tierra y resolanas, pusieron una gota de sangre y de amor en cada una de sus acciones, para que este pueblo fuera la que es hoy.

Rogelio Arenas Castro, mi amigo, murió a los 78 años de edad, el 5 de marzo de 2011, en Ciudad Obregón.

Le saludo, lector.

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