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La mezquindad viste el color de la inocencia. La perversidad se disfraza de conciencia social y superioridad moral y de motivos para el lucro político.

En una funeraria se vela el cuerpo de Reynaldo López, a quien la muerte lo sorprendió sin tocar la puerta y sin pedir permiso.

Sin sentido, sin razón. En un hospital obra el milagro y Carlos Cota responde bien a las bendecidas manos que se baten en duelo contra esa misma sinrazón que nos quiere privar de su comedida, risueña, amable presencia.

La tragedia saca lo mejor del sentimiento solidario, pero también lo peor de eso que Umberto Eco llamó, en una de sus últimas obras a propósito de las redes sociales, el derecho de hablar a legiones de idiotas.

“La invasión de los imbéciles”, le llamó el afamado semiólogo al activismo de esa legión de avezados expertos en improvisaciones y todología que pueblan las redes sociales pretendiendo imponer sus verdades con presunciones inobjetables.

No es bonito ni está bien, pero es el signo de estos tiempos, y con eso nos toca lidiar, porque aquí y ahora nos tocó vivir.

No conocí mucho poco a Reynaldo, pero sí a gente cercana a él que quisieran encontrar mañana su voz y su risa, su desparpajo con que, me dicen, solía abordar los avatares de sus éxitos y desventuras como buen padre, amigo, amoroso de su trabajo en la radio.

Y en cambio encuentran imágenes de su cuerpo inerte, herido de muerte por balas que equivocan su destino en la vorágine terrible de inseguridad que se vive en todo el país.

A Carlos Cota sí lo conozco. Ha estado en mi casa y lo he encontrado en la brega reporteril muchas veces. Nos hemos abrazado y celebrado momentos que se guardarán siempre. Admito que no sé rezar, pero si de eso se trata, rezo para que el buen Carlos siga aquí, con nosotros, haciéndonos reír hasta con sus chistes malos. Por cierto, mi vieja ya me dijo que en cuanto pueda, le llegue al pozole que siempre le estaba pidiendo y que le va a preparar nomás para él. ¡Y pobre de él si no viene!

Dicho lo anterior, paso a cosas más tristes. A ese afán de endosar culpas donde los culpables somos todos, como dijo aquella vez Roberto, el padre de Santiago, muerto en la Guardería ABC, episodio que tampoco me van a platicar porque estuve ahí ese día.

Y entre las cosas tristes se encuentra esa de querer capitalizar una tragedia como la de los dos comunicadores (y por lo tanto, colegas, aunque haya deslindes apresurados) culpando, dependiendo de las filias y las fobias, a la alcaldesa Célida López, a la gobernadora Claudia Pavovich, al presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador o a las famosísimas y multicitadas administraciones anteriores.

En el afán de repartir culpas no hay mesura. Si la Fiscalía General emite un comunicado descartando que la agresión tenga sus orígenes en el ejercicio profesional de los comunicadores, se cuestiona el apresuramiento, pero no cesan las exigencias de información.

En dicho comunicado la fiscalía revela que una de las líneas de investigación es la de “gente cercana” a uno de los comunicadores agredidos, relacionada con actividades ilícitas. Se presume, aunque el comunicado no lo precisa, que se trata del dueño del automóvil en que viajaban, motivo que pudo haber suscitado la confusión en la que lamentablemente fueron víctimas.

Hubo quien interpretó esta información como un intento de criminalizar a los comunicadores, pero en realidad, nunca se alude a ellos como quienes estuvieran relacionados con actividades ilícitas.

Seguramente la fiscalía tiene más información sobre el tema, pero obviamente no está en condiciones de revelarla, por el riesgo de entorpecer las investigaciones.

Las exigencias para que este crimen no quede en la impunidad son obligadas, no sólo por tratarse de colegas comunicadores, sino porque la impunidad es el principal aliciente para que los criminales sigan actuando sin freno ni medida, y así como ayer le tocó a Carlos y Reynaldo, mañana le puede tocar a cualquiera.

Por lo demás, resulta bastante desmoralizante leer en redes sociales toda clase de versiones, acusaciones y juicios morales y políticos desde cuentas anónimas, pero también de parte de actores de la vida púbica que evidentemente buscan capitalizar la tragedia y lucrar políticamente con ella.

No. Es claro que las cosas en materia de seguridad pública no están bien en Sonora, como no lo están en todo el país. Apenas este lunes se registró un nuevo ataque armado en el que murieron siete personas, en el municipio de Bácum. En Cajeme, los homicidios dolosos promedian uno diario en lo que va del año. En Hermosillo ya se cuentan por docenas.

Recientemente nos enteramos que Sonora fue incluida en la lista de entidades prioritarias para las autoridades encargadas de la seguridad pública en el país, y con frecuencia vemos imágenes de la llamada mesa de coordinación para la construcción de la paz.

Es hora de pasar de las palabras a los hechos, por la seguridad de todos.

Lo cierto también es que en ningún momento las autoridades se desentendieron de los hechos y proporcionaron inmediata atención a las víctimas y a sus familias. De hecho, la esposa de Carlos Cota solicitó protección, misma que está siendo proporcionada, lo mismo que la atención médica que, afortunadamente está obrando milagros considerando la dimensión del ataque.

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