Así esperaban la Navidad en el Cajeme viejo.-

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Bernardo Elenes Habas

Así esperaban la Navidad en el Cajeme viejo.- Hace más de 60 años, las calles desnudas y frías de la ciudad, resentían el trajinar de niños que respiraban la cercanía de Nochebuena, en un ambiente sencillo y rural.

Bernardo Elenes Habas

Hace más de 60 años, las calles desnudas y frías de la ciudad, resentían el trajinar de los niños que respiraban el ambiente de Nochebuena.

Veían las bandadas de aves cruzando el cielo plomizo, ganándole la carrera a las sombras para refugiarse en sus nidos.

Trémulas luces de lámparas de petróleo y cachimbas, empezaban a encenderse en los chinames. Las madres convocaban a gritos a sus hijos, porque el sol se hundía en el poniente, dejando en el alma perpleja de los infantes un sentimiento inexplicable de orfandad, de pequeñez infinita.

En el cielo, asomaban tímidas las estrellas con su brillo lejano, alcanzando intensidad al paso de las horas, hasta conformar el espectáculo más grandioso de la Creación.

Así era el ambiente que presagiaba la pronta llegada de Nochebuena, en un pueblo con esencia campesina que apenas se convertía en ciudad, donde los ruidos nocturnos de insectos y aves formaban parte del misterio rural que tenía el poblado.

Brotaba el aroma a tamales, cabeza, menudo, champurrado, café, desde las hornillas, donde la leña de mezquite daba calor amoroso a las familias.

Los niños soñaban con tierna inocencia que si dormían temprano, pasaría pronto el tiempo, y llegaría el momento deseado en que les “amanecería” juguetes, ropa, golosinas.

Y es que, sencillamente, cada casita de horcones, con paredes de carrizo enjarradas de barro y techo de tierra, era un humilde pesebre, en el que se repetía el nacimiento del Niño Dios, ante los ojos asombrados de hombres y mujeres, de jóvenes y pequeños, quienes escuchaban cuentos y leyendas desgranándose de la voz de los padres, de los tíos, de los abuelos, sembrando para siempre en la memoria y en el alma, con palabras limpias y suaves, el horizonte mágico de generaciones ingenuas, olorosas a tierra, sol, quelites, vinoramas.

Las madres mostraban, emocionadas, las constelaciones, mismas que conocían desde su niñez en Cócorit, Providencia, Campos del Valle del Yaqui, lugares donde brotaron sus vidas y aprendieron la sabiduría de las aves, los árboles, los animalitos silvestres, y por supuesto de sus padres, antes de llegar a residir a la naciente Ciudad Obregón.

Los juguetes estarían, al amanecer Navidad, en las cabeceras de las tarimas (camas de madera con tiras cruzadas de cuero crudo), que, ciertamente, llenaban de regocijo las almas cándidas de quienes tenían el corazón radiante de asombro.

Pero, el mejor regalo para la eternidad, lo prendían los padres como una gran medalla en el pecho y en el alma de los niños, para que jamás olvidaran sus orígenes.

Es la metáfora sublime que esa generación de cajemenses lleva siempre en sus alforjas para cantarle a la vida, al amor, a la justicia, sin esperar nunca, algo a cambio.

Por eso, quienes fueron niños ayer, aman la Nochebuena en su verdadero simbolismo, como preámbulo de Navidad.

Por eso sueñan en que las generaciones de estos tiempos de lumbre reciban, de sus padres, una estrella de regalo y la siembren en sus mentes tiernas, en la parcela labrantía de sus conciencias, en los ríos sublimes de su sangre, en los caminos luminosos de la gratitud…

Mañana será Nochebuena. Hará frío. Quizás llueva. Pero tendremos oportunidad de recordar nuestras raíces. De reconocer que somos polvo de estrellas.

Cierto, ahora en contraste con tiempos pretéritos, brotan luces multicolores en las calles. Las casas lucen su espíritu navideño, al caer la noche.

Sin embargo, somos una comunidad de corazón generoso, porque nadie ignora la realidad de los desposeídos, de las colonias olvidadas, de las comunidades donde la niebla y el frío de las madrugadas, se cuelan por las rendijas de las casas de cartón lastimando el corazón de los niños, y con tiempo funcionan programas de instituciones, empresas, ciudadanos anónimos, que entregan bienaventuranza.

Por eso hoy, lo invito a que musitemos juntos una oración laica que escribí hace tiempo, y a no cerrar los ojos ante una realidad que nadie debe minimizar…

No permitas, Señor, que sufran frío los niños./ No permitas que el hambre devore sus entrañas./ No dejes que sucumban en sus casitas tristes,/ donde el olvido reina, donde el peligro mata…

No permitas, Señor, ahora que es invierno,/ que se oyen villancicos en calles alumbradas/ y brotan los deseos de bienaventuranza,/ que los niños sencillos del color de la tierra,/ los que sueñan contigo escribiendo tu nombre/ con los últimos soles que regala la tarde,/ se duerman sin cenar, sin cobija en su cama,/ sin tiempos florecidos, sin zapatitos nuevos…

No permitas, Señor, que sus palabras vuelen/ preguntándole al mar, a la sierra, al valle,/ ¿por qué los olvidaste, por qué en otros lugares/ te das a manos llenas, y a ellos, los pequeños/ que son también tus hijos, no cumples sus anhelos…?

No permitas, Señor, que los niños de hoy,/ los de los ojos negros, los de palabra breve,/ los de hambre infinita, sean mañana los hombres/ que reclamen tu olvido… No permitas, Señor…

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