PRIMERA LECTURA (Hechos 14,21-27)
«Animaban a los discípulos y los exhortaban a perseverar en la fe», los primeros cristianos tenían muy claro que la fuerza de su fe dependía de la vivencia en la comunidad. Juntos eran más fuertes y la solidaridad, es decir, el poner todos los bienes en común y apoyarse en los momentos difíciles era precisamente el signo por excelencia de la presencia del Señor en medio de ellos. Este testimonio comunitario era el que brillaba antes los paganos y los cuestionaba y en muchas ocasiones era lo que los convencía a convertirse a la fe en Cristo Jesús. La fe es un acontecimiento que se vive en comunidad, aunque oramos personalmente nuestra plena realización como cristianos se da en la comunidad, la Iglesia, este espacio en donde nos encontramos, compartimos nuestra fe y nos edificamos mutuamente. Nuestra fe no es intimista, no nos lleva al aislamiento, muy por el contrario, solo entre hermanos podemos crecer y dar los frutos a los que el Señor Jesús nos llama.
SEGUNDA LECTURA (Apocalipsis 21,1-5)
«Ahora yo voy a hacer nuevas las cosas», Juan nos invita a contemplar las promesas que, en Cristo, Dios ha cumplido para nosotros y, si bien es cierto, aún tenemos que transitar por este mundo; la esperanza nos anima. Cuando celebramos la Eucaristía somo trasladados al cielo y Dios nuestro Padre nos permite disfrutar, aquí y ahora, de los gozos de la vida eterna. Las pruebas que tenemos que pasar en este mundo tienen sentido ya que nos hacen crecer como seres humanos y, si con fe las enfrentamos, brilla cada vez más en nosotros la luz de la resurrección a la cual hemos sido llamados por un don maravillo de la misericordia divina. Los cristianos no evadimos las complicaciones de la vida, muy por el contrario, las enfrentamos con la esperanza de la vida eterna.
EVANGELIO (Juan 13,31-33.34-35)
«Por este amor reconocerán todos que ustedes son mis discípulos», la fe no es un asunto meramente personal entre Dios y nosotros, de ser así se quedaría únicamente en un acto de autocontemplación intimista que terminaría por inflar y convertir nuestro “ego” en un inmenso globo lleno de aire que terminaría por explotar. El milagro inicia cuando en un momento, el más adecuado, de nuestra vida Jesús llega a nosotros para proponernos aprender a vivir y a ser felices. Es un momento transformador que cimbra hasta las estructuras más profundas de nuestra vida, cambio de paradigmas y valores pues nuestro centro de gravedad se mueve desde nuestros intereses personales hacia la persona de Jesucristo y su Evangelio. Ya no es una vida encerrada en sí misma pues solo alcanzamos nuestra plenitud cuando olvidándonos de nosotros mismos salimos al encuentro del “otro” para convertirlo en un hermano a quien amar. Este es el signo por excelencia del cristiano, no se trata de un sentimiento o de un concepto abstracto sino de una forma de vivir permanentemente y que nos orienta definitivamente hacia las necesidades de los demás. El cristiano tiene que ser el portador del amor de Cristo en el mundo.